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Música para Narciso

Sinopsis:

Narciso muere extasiado mientras contempla su rostro en el reflejo de un lago. La Ninfa Eco se enamora de su propia voz y se convierte en roca, en una cueva, escuchando sólo sus palabras. Sin embargo, en esta versión de Divina Obscenidad, Narciso vive una extraña condición: la de no ser capaz de reconocer ni su propio rostro frente a un espejo. Por su parte, la Ninfa eco no puede hablar y en su silencio descubre que la palabra ha sido sobrevalorada y se pierde buscando otras formas de la comunicación humana.

“Música para Narciso” es una obra surreal y absurda. Irreverente. Tal vez erótica. Explora el mito de Narciso y la Ninfa Eco y se permite conversar sobre el sentido de la imagen en lo contemporáneo.

 

Dirige: Anjélica Valencia y Jorge Tobón

Música Original: Jorge Tobón

Iluminación: Felipe Ortiz

Canción Original: Aleja Ciceri

Basada en el texto “Narciso” de Antonio Usuga

Fotografía: Vinci Belalcázar.

Obra en Coproducción con La Casa Centro Cultural

Medellín 

2019

El mundo pintado a manoJorge Tobón
00:00 / 05:28

Música Para Narciso

Fragmento

Capítulo 1:

El mundo pintado a mano.

 

El mundo a esta hora es un cuadro pintado con crayolas sobre un cartón empantanado y tirado en el suelo. En ese dibujo pueden verse pequeñas marcas mugrosas de pies y de manos. Son las marcas de los dibujantes, es decir, de un montón de niños y de niñas desnudas quienes estuvieron arrojando su orina y su mierda encima del cartón antes de terminar su obra. Esa fue su firma. La orina y la mierda. Todo artista tiene una manera particular de firmar su obra. De perpetuarse en ella. Es tan colorido y desordenado ese mundo pintado por los niños. Tan lleno de mocos. De babas. Atestado de gente. Y sin una cara lo suficientemente decente como para decir que la conozco. Ese mundo amenaza incluso con deshacerse y escurrirse entre mis manos. Todo es tan difuso. Tan indefinido. Tan vago. Tan borroso para mí en este momento. Preferiría pensar en papá cargándome y arrojándome por los aires mientras grito diciéndole que yo sí sé quién es él aquí o en los sueños, que si reconozco su voz, sus manos, su cara aquí o en los sueños. No. No. No. ¿A quién pretendo engañar? No logro reconocer la cara de papá. Ni la cara de... Su cara. Papá. Su cara. Sé que tenía una cicatriz en… ¿Y si la cara que veo de papá en mis sueños no es la cara de papá y la estoy confundiendo con la cara de cualquier otro, con la de mi tío, por ejemplo?

Llevo años tratando de recordar el rostro de papá. Por lo menos de hacerme una idea, así sea una idea vaga, de alguna de sus facciones. Del mentón. De sus pómulos. De su mandíbula. De sus arrugas en la frente. Tengo indicios de algunos de sus rasgos. Lo sé. Algunos dicen que tenía un lunar en el mentón y que cuando reía, que no solo reía, se carcajeaba hasta alucinar, la frente se le estiraba. La boca era particularmente recta, como una raya inexpresiva a punto de quebrarse de tanta rigidez. De mamá no recuerdo absolutamente nada de su cara. Ni siquiera el color de sus ojos. O las manías de su nariz. Para muchas personas el color de los ojos es particularmente importante. Hay quienes son capaces de señalar rasgos de la personalidad de acuerdo al color de los ojos de esas personas. Una idiotez. Que los de ojos negros, como papá, se mueven despacio en sus sueños y desde ahí conquistan al mundo. Que los de ojos de color azul, como los de mi tío, solo saben existir en el riesgo de las aguas y aman verse siempre a punto de morir ahogados. Los pobres de ojos cafés, como, por ejemplo, los tuyos, Ofelia, tienen la manía de morir en el rincón más árido de una casa vieja y sólo se permiten emitir expresiones relacionadas con la melancolía, el dolor o la tristeza. Eso dicen.

Los ojos de mamá los he imaginado tantas veces. Los puedo ver alargados, almendrados y amarillos. Sobre todo amarillos. Sí, son amarillos, de un amarillo intenso, como el del sol dibujado en ese cartón del mundo hecho por los niños. Sí, son amarillos y siempre brillan e iluminan con su brillo todo lo que converge a su alrededor. De su voz apenas recuerdo como era capaz de alargar las letras y de extender las palabras, casi cantando desafinadamente, cuando me enseñaba el uso adecuado de la letra z o las diferencias entre d y b, p y c y la importancia de escribir palabras que contengas las letras m, n o p, como la palabra intemperie. Sí, intemperie. O la palabra Trepidante. Amo esa palabra, trepidante. ¿Les suena bien la palabra trepidante? ¿Cierto? Es una palabra hermosa. Tre-pi-dante. Hay palabras indispensables en nuestro diccionario: el mío, como pueden ver, comienza en la palabra intemperie y termina en trepidante. El diccionario de tipos como mi tío es tan obvio. Tan elemental, básico y sobretodo odia moverse de esa convención. Ese diccionario siempre ha de comenzar en la palabra asesinato y pasa, con un deleite, por las palabras masacre, exterminio, crimen, homicidio, delito, tortura, martirio, suplicio, tormento, persecución, angustia, zozobra, ansia, venganza, desagravio, represalia, amenaza, puñalada, cuchillada, machetazo, tajo, corte, golpe, herida, y termina, como todo, en la palabra muerte. Muerte. Muerte. Los tipos como mi tío se saborean mientras mencionan alguna de estas palabras. No pueden estar en el mundo si no es viviendo dentro ellas. Existiendo en ellas o mejor dicho, muriendo dulcemente en esas palabras.

Bueno, cuando se trata de caras, eso es lo que creo recordar de mamá o de cualquier otro sujeto sobre este planeta. Creo recordar muchas cosas y muchas otras me las han contado. Y las que no me cuentan, pues me las invento y ya. Punto. Me vale una mierda si son reales esas descripciones hechas por mí del rostro de alguien. No sé si lo que recuerdo sea cierto, como tampoco puedo saber si aquello que me cuentan sobre la cara de mamá o de papa o del que sea, incluso la del imbécil de mi tío, sean detalles tan reales como aquellos detalles que digo recordar de sus rostros.

Cómo es de importante dibujarse la cara de quien sea a partir de comentarios de otros. Siempre he estado rodeado de esos comentarios y lo más importante, siempre he estado rodeado de voces hablando dentro de mí y enumerando rasgos de una y otra facción en algún rostro desconocido. Incluso ahora se me aparecen presencias indicándome el siguiente paso. Sí, presencias. Voces. Fantasmas. Sueños. Espectros. No importa. Si se trata de creer, soy el más ingenuo. El más crédulo de los mortales, de los espectros. Puedo cerrar los ojos y diseñarme el rostro de alguien con solo escuchar la descripción superficial de ese rostro. En mi habitan miles de formas de caras. Montones de narices de todos los tamaños. Las frentes se elevan o se achatan hasta casi desaparecer y los pómulos los he visto planos como una raya tratando de emular la inmensidad del mar. Ese es el mundo: un compendio de comentarios, una recopilación desordenada de voces repitiéndome dónde comienza y dónde terminan las esquinas de un rostro.

Y ahí es cuando hace su aparición el talento. Algunas descripciones de rostros son una verdadera obra de arte. Hay quienes para describirme un rostro se toman el trabajo de dibujárselo primero en su mente. Diseñan sus contornos. Sus recodos. Su geografía. Lo dije bien. Geografía. Su geografía. Eso es una cara. Un mapa. El mapa del mundo contenido en esa pequeña parte del cuerpo. Y ahí están sus rayas y sus trazos y las líneas transversales señalando la dirección de un lugar perdido, una esquina, una calle peligrosa, un corredor donde hace años murió alguien amado. Hay caras en las que es posible descubrir la triste historia de un amor perdido. Como la tuya, Ofelia. La tuya carece de toda felicidad. Ama el abandono, la melancolía, el dolor anclado en los cimientos de los huesos, así como odia el ruido del mundo, el murmullo de la gente mirando las estrellas, el barullo de los niños jugueteando en el parque  y sobre todo odias ese recuerdo de la risa de papá trepando por tus oídos antes de conquistar el sueño.

Recuerdo ese primer día cuando por fin te arriesgaste a conocer mi jardín. Te paraste junto a esa ventana. Tu cara delataba semanas sin dormir. Me mirabas de reojo y me decías cuánto te gustaría arrojarte por esa ventana y antes de tocar el suelo, de estrellarte contra el pavimento o contra alguna de estas hermosas flores, querías tener el placer de dormir unos segundos y de esa manera volver a sentir lo que sienten aquellos que duermen sin pensar en lo que deberán hacer al día siguiente o en lo que dejaron por hacer ese mismo día. Como yo. Si se trata de dormir soy un animal. Un oso en su caverna. Un oso. Esa primera vez te conté la historia de mi sueño. El recurrente. Mi sueño recurrente. Aquel en el que siempre estoy sentado sobre unos escalones en lo alto de una montaña, en un planeta a un par de años luz de la tierra, y estoy ahí, mirándote, mientras tú, Ofelia, sentada a mi lado en esos mismos escalones, te deleitas mirando la bola azul frente a ti y me vas describiendo cada detalle de esa bola azul que es el planeta tierra. Y ahí es cuando me dices, ¿quieres venir conmigo, Hamlet, a recorrerlo, ese planeta, el azul, ese planeta al que llaman la tierra? y yo te digo, no, no, no quiero, amo estos escalones y estas montañas y desde estos escalones y estas montañas lo he visto todo en el universo. Todo, Ofelia. Todo. Cierro los ojos y te escucho hablar de los lugares a donde has viajado. Los dos seguimos sentados en esos escalones. Después dibujo tu cara dentro de mí y miro tus ojos y tu boca mientras sigues mirando a la bola azul y me describes cada esquina a dónde has ido a caminar en ese planeta llamado tierra. Lo juro, Ofelia, a mí me vasta y me sobra con escucharte para saber cómo huele el aire en esos lugares.

 

Otros, antes de contarme cómo es la cara de este tipo o de aquella mujer, lo miran detalladamente y descifran los rasgos imperceptibles, esos rasgos que van más allá de la mera forma. Del mero purismo geométrico. Esa es la descripción que más gusto me toma escuchar, la de las caras sin nariz o sin boca. Las planas. Las invisibles. O esas en donde los ojos no son unas bolitas mal trazadas y la boca se toma el atrevimiento de subvertir las normas de una línea. Puedo incluso amasar esas descripciones con una plastilina estirándose y comprimiéndose dentro de mí. Y puedo también hacer montones de bolitas con esa plastilina y en un momento determinado, cuando ya estoy a punto de descubrir la forma perfecta de ese rostro creado por mis manos en mi interior, pongo mis uñas sobre eso que pudiera ser una cara y la destruyo hasta dejar de ella sólo un montón de marcas, sí, de marcas.

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