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MINOTAURO

Ariadna y los zapatos - Jorge Tobón
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“MINOTAURO” se desarrolla en el momento justo del encuentro entre Teseo y el monstruo dentro del laberinto. La obra se pregunta, entre otras cosas, por la alteridad y los roces siempre inesperados con el monstruo propio y con el del otro. “MINOTAURO” es la posibilidad de reconocer las emociones y los conflictos que nos llevarán sin duda al lugar donde hemos tenido escondidas parte de nuestras más remotas paradojas. Es una obra de teatro que explora el erotismo y su infinito misterio.

DURACIÓN:  1 hora

ESCRITA Y DIRIGIDA POR: 

Antonio Usuga Monsalve

REPARTO

Daniel Toro M
Sebastían Rivera

Daissy Vera
Alejandra Ciceri

DISEÑO DE LUCES

Felipe Ortiz

LUMINOTECNICA
Isabel Montoya



 

MUSICA ORIGINAL
Jorge Tobón

 

ESCENOGRAFÍA

Ramon Pérez

COMUNICACIONES Y FOTOGRAFIAS

Andrez Zuluaga

Myster E

Alejandra Ciceri




 

Fotos: Andrés Rios.

Fragmento

Minotauro

ACTO II

ARIADNA Y LOS ZAPATOS:

Ariadna:

 

Hace un año construí un barco. Era la mitad de grande que esta mano. En él navegué bordeando todas las costas del mundo hasta llegar aquí. En ese tiempo mi mundo era tanto o más grande que esta hormiga. Podía verlo todo con sólo pensar en eso que quería ver. Ahora sólo puedo ver esto. Al principio lo disfrutaba. Tanto. Tanto lo disfrutaba. Después fui molestándome hasta convertir esa molestia en odio. Ahora corro por la montaña con los ojos cerrados y sin pensar en nadie. Sólo en el viento en mi cara y en el instante en que iré a abrir los ojos. Hay días en que corro y sólo hasta resbalar y caer abro los ojos. Incluso ha habido momentos en que estando en el suelo, después de caer, sigo con los ojos cerrados por un par de horas más. La última vez los abrí después de haberlos tenido cerrados por más de una semana. Haz cerrado los ojos por más de una semana. No. Cierto. Cuando los cierras quieres abrirlos al instante. No soportas no ver. No soportas quedarte un solo minuto en esa oscuridad de los ojos cerrados. Escuchas. Sí. Cuando uno escucha, los pelos se le ponen de punta. A las mujeres se nos humedecen las piernas. A los hombres se les humedecen las piernas detrás de las rodillas y las palmas de las manos. A los niños los ves sonreír y los ancianos mueren tranquilamente recostados al vidrio de la ventana. Las mujeres gestantes paren sus hijos sin un solo alarido. Los perros ladran y los gatos maúllan. Es simple. Cómo es posible no ver eso que se escucha. Yo lo puedo ver. Es más, lo olfateo. Como un perro lo olfateo y sigo su rastro. Soy capaz de olfatear una palabra y saber de dónde viene. Cuando me dicen bien, olfateo la palabra bien en la persona que lo dijo y determino por cuántas bocas ha pasado esa palabra antes de llegar a esa boca que me lo está diciendo. Cuando me dicen mal, olfateo esa palabra y soy capaz de sentir el aliento de las miles de gargantas que se han atrevido a pronunciarla antes de llegar a esa persona frente a mí. Hay momentos en que soy capaz de ir al día en que se pronunció el primer sonido para referirse a una cosa. Esos días me aterro y regreso a casa huyendo. No soporto ir a ese tiempo en que no existían las palabras. Cuando eso sucede, detengo mis regresiones olfativas de las palabras y me instalo sólo en el día en que se discutía si a eso tirado en el suelo se le llamaría roca. Esa es la discusión que más disfruto. El origen de la palabra roca. La disfruto tanto o más que la discusión sobre las palabras cielo y tierra. Cuando se discutió el nacimiento de la palabra cielo no se hizo pensando en esa cosa azul y a veces nublada que está encima de nuestras cabezas. No, esa no era la disputa. La discusión se basaba en la existencia de otro cielo igual o parecido al que los ojos del que lo nombró por primera vez vio. Esa primera vez que se dijo la palabra cielo, el cielo existió sólo en la cabeza del toro. Y hubo una tormenta y la tormenta se negó a existir bajo el nombre de tormenta. Después vinieron los héroes y nombraron a la tormenta y la obligaron a llamarse así. De la misma manera que obligaron a la tierra a llamarse tierra y al árbol árbol y a la noche noche. No quiero hablar de lo que pasó cuando se mencionó el nombre del día. Ese día, el día lloró. Y lloró sangre. Como es de suponer el día no quería llamarse así. Él tenía un nombre similar al nombre del toro. Pero no era toro. El nombre del toro es una banalidad y un capricho de Teseo. El nombre del día nació el día en que la noche surgió. Voy a parar de hablar para que escuchen al toro. Escuchen. Escuchen. Si lo escuchan. Me he silenciado por más de un segundo y medio y qué ha pasado. Nada. Nada. No hemos escuchado nada. Hemos escuchado lo mismo que es como no escuchar nada. En esos momentos de pausa uno se pregunta si es importante seguir. Haciendo qué. No lo sé. Lo que sea. Qué sigue. Qué puede seguir después de esto. No es el tedio. No. No es el hastío. No. No. No, no es escucharlo todo. No hay que escucharlo todo. Si escucháramos todo, enloqueceríamos. Uno enloquece en el momento mismo en que lo escucha todo.

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